domingo, 17 de enero de 2016

Cuento II

Era una tarde fría para estar parado en aquella esquina ventosa. Pero cuando ciertas cosas nublan la mente la improvisación se pone a la orden del día y se hacen cosas sin vacilar.
Por eso aguantaba el frío que lo sarandeaba suavemente a la vez que luchaba para que su cuerpo no se sarandeara tanto al tiritar.
Mientras tanto miraba en su muñeca izquierda su marca azul que solo el podia ver. Soñaba despierto hasta que vio a una pareja de ancianos que iban inmersos en una discusión que parecía rutinaria. Le llamó la atención que a pesar de las palabras mitad hirientes, mitad jocosas sus marcas eran de un punzante color violeta. En algun momento de sus vidas se encontraron y sus marcas se colorearon para ser visibles al resto del mundo. Así fue que entendió que a pesar de lo que se pudieran decir el uno al otro ambos estaban destinados a quererse hasta que el aire dejara de entrar en sus pulmones y la marca se desvaneciera de su muñeca.

Al cabo de una hora apareció ella. El estaba tan ensimismado que se había olvidado del viento, del frío y hasta de porque estaba ahi. No la vio llegar o quizás si la vio pero su timidez intentó hacerla invisible pero no pudo. Y ahí fue que recordó lo que estaba haciendo. La estaba esperando para acompañarla. Ella se había mudado a la gran ciudad por una razón que no viene al caso y le había pedido que la acompañara a recorrer lugares donde podría buscar trabajo.

Habían pasado 2 o 3 años desde la última vez que la había visto pero seguía siendo como la recordaba o quizás había cambiado mucho pero la imagen que conservaba de ella se habia desvanecido tanto que no podía distinguir mucho. Volvió a sentir lo mismo que cada vez que la vio, un deseo irrefrenable de escupir su honestidad sobre la faz de la tierra, de degollar los demonios que lo tenían cautivo en una celda del silencio, de demoler las paredes de granito invisible que lo confinaban a un sepulcro de tinieblas tranquilas, de secuestrar y blasfemar al Ángel de la Conciencia que mantenía atados a los canes de la verdad.

Pero no podia. Ese par de ojos marrones cuál Esfinges gemelas pedían una contraseña que nunca iba a descifrar. Y si por alguna casualidad lograra adivinarla las palabras serían impronunciables para el.

La acompañó por las calles cenicientas. Pasaron algunas horas que se escaparon sin pedir permiso. Ella decidió descansar en un banco bajo un árbol. El intentaba recordar de que habían hablado hasta que se dio cuenta de que apenas se habían dirigido la palabra. A pesar de que el sol había encontrado un recoveco entre las nubes el seguía sintiendo frío. Indudablemente la sentía distante o quizás el había pretendido en vano encontrarla más cercana.

Con la mirada clavada en la vereda de ladrillos tapizada de agujas de pino, sentía el peso del universo en sus hombros. Para colmo de males una persistente picazón le recorría el brazo izquierdo. Decidió revisar que era lo que tanto le molestaba y ahí vio su marca, de un color intenso como el de los últimos rayos de sol en un atardecer de otoño. En ese momento entendió todo, le tomó el brazo para corroborar que su marca también era visible ahora y quizás por eso había estado tan callada, quizás sentía vergüenza o miedo. Se imaginó como sería el color de su marca. Quizás sería roja como el fuego o tal vez de un rosa tenue.

Cuando le levantó la manga de la campera ahí estaba. Su flaca muñeca recorrida por unos diminutos hilos azules. Pero no vio ninguna marca. Ella pasó del asombro a un cómplice silencio al entender porque el había hecho lo que hizo. Fue así que se despidieron.

En el camino a su casa se sentó en el ómnibus y se miró la muñeca. El rojo de su marca se iba desvaneciendo para dejar paso a la nada.

Todas las mañanas al despertar se observa la muñeca esperando poder volver a encontrar su marca azul pálido.

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